Tener sueldos más dignos no arruina la economía: por qué la subida del salario mínimo es un éxito global
Emilio Sánchez Hidalgo, Ignacio Fariza
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El salario mínimo interprofesional (SMI) ha crecido un 61% en España desde 2018, un aumento vertiginoso que —pese al reciente estallido de la inflación— supera en unos cuarenta puntos la evolución de los precios desde entonces. De 736 a 1.184 euros brutos al mes en 14 pagas, hasta igualar, según los cálculos del Gobierno, el 60% del salario medio de los españoles. En paralelo, y de la mano de un ciclo expansivo, la tasa de paro ha caído de forma sostenida, la de empleo ha crecido ligeramente y la desigualdad salarial se ha atemperado. Aunque se registran moderados frenos en la potencial creación de puestos de trabajo, la mayoría de analistas coinciden al señalar que las alzas del SMI han traído más consecuencias positivas que negativas. Un diagnóstico común a otras geografías y que, a la fuerza, hace tambalearse algunas ideas que parecían esculpidas en piedra.
España no es, ni mucho menos, el único país que ha elevado su suelo salarial en los últimos años. En ejercicios tan condicionados por la formidable sacudida inflacionista tras la pandemia y la abrupta escalada de la energía, otros países también han aumentado sus salarios mínimos. De nuevo, por lo general, con más luces que sombras. Ahí está el caso de México. O el de California, uno de los Estados de EE UU que más ha elevado este indicador. O, más cerca, el de varios países de Europa del Este, con Rumania o Bulgaria a la cabeza, donde las subidas de doble dígito se han convertido en norma, mejorando la vida de millones de trabajadores.
Los posibles males sobre los que tanto se teorizó por parte de muchos economistas y empresarios —y que solo unos pocos refutaron, con los Nobel de Economía David Card y Alan Krueger a la cabeza— no se han materializado. Ni remotamente. Los precios han subido, sí, pero por causas ajenas al salario mínimo. Y, lejos de ser un enemigo declarado del pleno empleo, el paro ronda mínimos históricos.
Esas ideas, firmemente asentadas en el imaginario colectivo de la economía neoclásica y en los manuales con los que se formaron (y se siguen formando) varias generaciones de académicos, empiezan a derrumbarse por su propio peso. “El del salario mínimo es un ejemplo más de cosas que la ortodoxia económica daba por sentadas en los 50 últimos años y que se han caído desde 2008; argumentos que, cargados de ideología, se decían irrebatibles y no lo son”, refuta Xosé Carlos Arias, autor del recién publicado El tiempo es oro. Economía política del nanosegundo (Transforma Editores). “¿Quiere eso decir que el salario mínimo se puede subir indefinidamente? No, claro que hay un límite... Pero parece ser más alto de lo que se pensaba”.
“Los modelos convencionales han fallado, sobreestimando lo negativo e infraestimado lo positivo”, remata Juan Carlos Moreno Brid, profesor de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). ¿Por qué? “En gran medida, porque presuponían que el mercado de trabajo era igual que el de naranjas. Y no es así... El mercado laboral es, sin duda, donde más ha fallado la comprensión de la economía neoclásica”.
Una línea argumental que comparte Attila Lindner, investigador del instituto alemán IZA, especializado en economía del trabajo, y profesor del University College de Londres con un sinfín de investigaciones publicadas sobre el tema. “La evidencia empírica sobre el salario mínimo sugiere que, en los niveles actuales [en Occidente], esta política tiene efectos mínimos sobre el empleo mientras que aumenta significativamente la retribución [de los empleados peor pagados]”. Algo, remata, “difícil de conciliar con la visión neoclásica de los mercados laborales que dominó la profesión hasta principios de la década de los 2000, y que pone de manifiesto importantes limitaciones de la teoría económica estándar”.
El caso español
Al contrario que en tantas otras variables laborales, en las que España suele estar a la cola, en salario mínimo se sitúa hoy cerca de la parte alta. Sus 1.184 euros mensuales son el quinto registro más alto en Europa, superado ampliamente por los 2.261 de Luxemburgo, los 1.956 de Irlanda o los 1.880 de Países Bajos, todos ellos territorios en los que el coste de la vida supera con creces el español. Nada que ver con lo que sucedía hace unos años, cuando figuraba a la cola de este indicador, solo por delante de un puñado de países del este y el sur de la UE.
A la vez, tomando de nuevo como referencia 2018 (antes de la pandemia y cuando España inició el acelerón del SMI), el menor salario posible ha crecido desde entonces un 61%, frente a un importante aumento de los precios del 19%. La diferencia entre estas dos variables es aún más reseñable en el este y norte de Europa: en Lituania, por ejemplo, los precios han crecido un 41% y el SMI un 160% (partía de una cifra minúscula, 400 euros en 12 pagas, y ahora es de 1.038). En Montenegro, Albania o Croacia se da un fenómeno parecido. También es importante la ganancia de poder de compra del SMI en Alemania (19%) o en Países Bajos (11%), entre otros países punteros del continente.
El caso alemán es paradigmático. La mayor potencia económica europea cumple ahora una década desde la tardía introducción de este baremo, cuya ausencia le convertía en una auténtica anomalía en la arena continental y —por tanto— también en una buena piedra de toque, por tanto, para el análisis empírico. Aunque las conclusiones de las investigaciones publicadas desde entonces son variadas, las más sólidas parecen apuntar a un impacto muy pequeño sobre el engranaje de su mercado laboral. “Ha sido insignificante en relación con el número total de puestos de trabajo”, se lee en un completo estudio de Olivier Bruttel, a la postre director de Estadísticas del Ministerio Federal de Trabajo y Asuntos Sociales.
El patrón general europeo es, en líneas generales, de fuertes subidas en el suelo salarial en los últimos años. Suficientes, al menos, como para compensar con creces la inflación y garantizar un incremento en el poder adquisitivo de capas de trabajadores históricamente baqueteadas. Una realidad común, e incluso acentuada, al otro lado del Atlántico. Con resultados muy similares. “En EE UU, la subida del salario mínimo [competencia de cada Estado] ha mejorado los estándares de vida de millones de trabajadores mal pagados sin reducir el número de empleos y sin crear inflación”, sintetiza por correo electrónico Michael Reich, profesor de la Universidad de Berkeley (California) y uno de los grandes expertos mundiales en el tema. “Los costes han sido absorbidos, principalmente, por aumentos de precios muy moderados en los sectores en los que se concentran muchos de estos salarios bajos”.
Al sur del río Bravo, el de México es otro ejemplo de resultados cristalinos. En los seis años de presidencia de Andrés Manuel López Obrador, la retribución mínima, que partía de niveles mínimos, más propios de economías depauperadas que de un país de ingreso medio, más que se duplicó. Dejaba, así, atrás décadas de estancamiento y ofrecía un rayo de esperanza a millones de trabajadores empobrecidos. Con idénticas consecuencias: sin rastro del temido efecto faro, que presuponía que cualquier aumento en esta rúbrica se trasladaría inmediatamente a toda la escala salarial y que se había convertido en el principal argumento en el libreto de los economistas (y políticos) sempiternamente contrarios a elevar el suelo salarial. De nuevo, más beneficio que coste.
Cambio de paradigma
Rosalía Vázquez-Álvarez, economista de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y especialista en salarios de la institución, indica que entre 2021 y 2022 el 57% de los países del mundo incrementaron su salario mínimo nominal. Entre 2022 y 2023 fueron el 59%. “Esto representa un aumento sustancial si se compara con años anteriores, lo cual indica que en muchos más países de los esperados las políticas de salario mínimo respondieron al aumento de la inflación de forma contundente”, comenta.

Los aumentos han coincidido en el tiempo con aportaciones científicas de calado sobre el impacto del salario mínimo, que se han visto muy reforzadas por lo sucedido desde 2021. Fue entonces —años después de que se empezara a constatar el patinazo neoclásico, como recuerda Xosé Carlos Arias— cuando la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Economía a David Card un galardón a la tesis que rebatía, a contracorriente, la asunción generalizada de las consecuencias perniciosas de subir el salario mínimo. Por “desafiar”, en palabras de la Academia, “las ideas establecidas”. Y por demostrar, en fin, que los aumentos en el mínimo salarial “no tienen por qué conducir necesariamente a la destrucción de empleo”.
“Hemos pasado de los supuestos teóricos tradicionales a nuevas constataciones empíricas cada vez más robustas”, reflexiona Luis Ayala, catedrático de Economía en la UNED y uno de los expertos que participaron en la última comisión compuesta por el Ministerio de Trabajo. “La visión tradicional del SMI en los modelos estándar de análisis del mercado de trabajo era que un aumento importante de su cuantía produce una reducción del nivel de empleo por el incremento de los costes laborales. Esa visión del problema sin matices ha sido cada vez más relegada por la mejor constatación de los efectos reales de las subidas del SMI gracias al desarrollo de nuevas técnicas de evaluación”. Gracias a esos análisis más finos, Ayala concluye que “no se puede anticipar que cualquier subida del SMI vaya a producir pérdidas notables de empleo”.
Es decir, no es tanto que las subidas del SMI no puedan provocar efectos negativos, sino que no es una consecuencia predefinida y que los incrementos aprobados en los últimos años aportan más de lo que destruyen. “En general se puede decir que cuando el salario mínimo se implementa de forma efectiva —es decir, el nivel está en acorde con la distribución salarial; se utilizan bases empíricas para su ajuste en un marco de dialogo social; y se implementa con un alto cumplimiento por parte de la patronal y los hogares— sin duda el salario mínimo comprime la distribución por la parte baja y por lo tanto contribuye a disminuir la desigualdad salarial”, abunda Vázquez-Álvarez.
A una conclusión parecida llegaron los analistas del centro de estudios Iseak, que en su trabajo El impacto de la subida del Salario Mínimo Interprofesional en la desigualdad y el empleo radiografiaron los efectos del incremento de 2019 en España, el más importante de los últimos años. Captaron una reducción de la desigualdad salarial y que a corto plazo no aumentó el riesgo de pérdida de empleo entre los beneficiados por la subida. A los seis meses sí captaron un ligero repunte de ese riesgo, pero lo catalogan como “modesto”. Un estudio del Banco de España posterior a ese aumento del SMI también identificó algunas pegas: no identificó destrucción de empleo, pero sí un freno en la creación de puestos.
Begoña Cueto, relatora de la última comisión de expertos de Trabajo y catedrática de Economía Aplicada de la Universidad de Oviedo, profundiza en estas ideas: “Los análisis realizados hasta ahora para España señalan que los efectos negativos sobre el empleo son pequeños. Y hay mucha evidencia reciente al respecto para otros países. En particular para Estados Unidos y Reino Unido. En ambos casos, hay muchos estudios, con resultados tanto positivos como negativos pero, en general, de pequeña magnitud que, por tanto, enfatizan el efecto positivo sobre los trabajadores de bajos salarios”. Subraya que “el efecto positivo sobre la desigualdad salarial es muy habitual”.
Esta especialista insiste en que muchos estudios recientes coinciden con la visión de Card y que otros no. “Evaluar los efectos de las políticas públicas es básico para aprender, para saber si se están consiguiendo los efectos deseados y, a partir de los datos y los resultados, reorientar las políticas, si fuera necesario”, añade Cueto.
Hay, además, varios sugerentes ángulos positivos prácticamente inexplorados. Al margen del efecto individual, claramente positivo para quien cobra el salario mínimo, estas subidas también tienen efectos benéficos en lo macro. “Un creciente conjunto de investigaciones destaca sus efectos en la mejora de la productividad”, esboza Lindner, del University College de Londres. También sobre el consumo: la probabilidad de que cada euro, dólar o peso ganado por quienes menos ingresan acabe siendo gastado (y no ahorrado) es mucho mayor que si ese euro, dólar o peso lo ingresa un trabajador o un directivo generosamente pagado. Aumentar el suelo salarial también redunda, por tanto, en una mayor demanda interna. Una variable aletargada desde la Gran Crisis en muchos grandes países europeos, como Alemania, y que es fundamental para que la economía crezca.
¿Y ahora qué?
Aunque el incremento acumulado desde 2018 es importantísimo, las subidas de los últimos años en España son más modestas. La última es de un 4,4%, frente a una inflación en 2024 del 2,8%. Creció algo más, según razona el Gobierno, porque las nóminas (en general) aumentaron más que los precios, así que sin una subida de esas características no se cumpliría con el compromiso de empatar con el 60% del salario medio nacional.
“Más allá de elegir un valor exacto al que deba llegar el SMI, que es difícil de calcular, cabe destacar que España ya ha hecho un esfuerzo considerable que era necesario hacer, especialmente con la subida del año 2019, pues veníamos de salarios mínimos bajísimos y muy alejados de los países vecinos”, inciden por correo electrónico los analistas de Iseak Gonzalo Romero, Sara de la Rica, David Martínez y Lucía Gorjón.
Creen que, de ahora en adelante, “es necesario mantener el poder adquisitivo del SMI, pero, al mismo tiempo es imprescindible avanzar en otras políticas que luchen contra la precariedad laboral, fomentando por ejemplo el incremento de la intensidad laboral”. Es decir, apuestan por medidas que consigan aumentar el número de horas o días trabajados, “y no tanto en seguir subiendo marginalmente el salario ganado por hora”. Hacen esta recomendación para los trabajadores de un país con una de las mayores tasas de trabajo parcial involuntario de Europa (49%, más del doble que la media de los Veintisiete) y la mayor proporción de desempleados del continente (10,6%, frente a la media europea del 5,9%). Las mujeres, las más beneficiadas por las subidas del SMI, también son las que más sufren esa escasez tanto de horas como de empleos.
La evidencia empírica recopilada por Arindrajit Dube, profesor de la Massachusetts Amherst, para el Gobierno británico indica que los efectos en el empleo del SMI son pequeños hasta el 60% del salario mediano y empiezan a crecer desde este punto. Un resultado que sugiere que es necesario hacer un seguimiento, evaluando los efectos que las sucesivas subidas pueden ir tendiendo para poder apoyar las decisiones políticas en esa evidencia”, advierten desde Iseak. Es decir, pasarse de ese nivel sí puede detonar los tan temidos efectos negativos.
Aunque puede servir como punto de partida, el umbral del 60% está lejos de ser único e irrfutable. ”No tiene sentido que así sea, porque no todas las economías son iguales. Depende de la importancia de los servicios no comercializados, del nivel de los salarios en la manufactura, de la comparativa con otros competidores internacionales...”, argumenta Reich, de Berkeley. En muchos Estados y ciudades de EE UU —el caso que él más conoce— esta proporción ya se acerca, dice , al 70%. “Y todo apunta a que seguirá aumentando”, zanja. Otra frontera que se mueve. Una más.